El cuelgue.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, pero no estuvo lúcido ni un minuto más. La mezcla de alcohol y el caballo le habían provocado ese estado, agujereado cual queso de gruyere y vagando como un alma en pena.

—Llevo un cuelgue mu chungo—decía en la camilla al enfermero que le atendió. Al llegar al hospital ya le conocían, estabilizado y con su dosis de metadona, sólo atinaba a decir: —Llamad a Aladar, que ya no se preocupe más por mí.

The show must go on.

La coge con sus propias manos y la parte en dos, es su Fender Stratocaster y así se inicia el concierto.

Mimetizado entre la multitud, Abdu-Bari tira de la cuerda como final a su particular proceso en caída libre, pero el paracaídas no se abre.

A seis mil kilómetros de distancia, se activa la señal de detección anti-terrorista, por primera vez y según lo esperado, el satélite emite una señal neutralizadora. El espectáculo debe continuar.

Insomnio

Mi abuelo solía decirme que creyera en los sueños, que en ellos descansa nuestra fantasía y sin los cuales envejeceríamos de forma prematura. Me estoy haciendo viejo muy rápidamente, precisamente por la ausencia de estos.

Son los pensamientos que me llevo a la cama día tras día, quince días sin dormir prácticamente nada, dos meses en paro y más de una semana sin ver a Sara, la razón de mi existencia. Me pesan los párpados y tengo una punzada intermitente en el estómago, unas ojeras enormes adornan mi cara demacrada, — dios, no puedo dormir.

Enredado entre las sábanas vuelvo a mirar el reloj, son las dos de la madrugada, parpadeo lentamente con la esperanza de que cuando abra de nuevo los ojos, el led del reloj haya avanzado algunas horas más, pero no, vuelvo a mirar y aun son las dos y cinco.

Me levanto y recorro los escasos dos metros de pasillo que me llevan hasta la cocina, bebo un vaso de agua y de ahí a la terraza. El aire fresco calma mi ansiedad, hace frío, es pleno marzo y la humedad me cala los huesos, aun así, el espacio abierto y el frescor de la noche me hacen sentir vivo.

Sentado en una silla, apoyo la cabeza entre mis rodillas durante unos minutos, el único resquicio de vida exterior son las luces de los coches circulando a los lejos, parece un carrusel a toda velocidad, una estrella fugaz me libera de mis pensamientos, pido un deseo: dormir. Vuelvo a mirar el reloj y sólo han pasado quince minutos.

Como cada noche, veo en el edificio de enfrente una luz encendida, la silueta de lo que parece ser una mujer fumando un cigarrillo, hay demasiada distancia y no consigo enfocar, me da la sensación que mira hacia donde me encuentro, hoy veo algo extraño en sus movimientos. Abre la ventana y se sienta en el filo, es peligroso, hay muchos metros hasta el suelo, pero allí está con los brazos abiertos y en actitud desafiante, mirando al cielo, seguramente buscando también su estrella fugaz.

Tenso todos los músculos de mi cuerpo, grito para llamar su atencion pero hay demasiada distancia para hacerme oír, cierro los ojos y rezo para que no sea real, para que todo sea un sueño, ese que tanto añoro. Abro los ojos justo en el momento en que empieza a caer al vacío, el tiempo pasa a cámara lenta, me quedo inmóvil y no logro llenar mis pulmones de oxígeno. La angustia me provoca un vahído y siento que me desplomo, hinco las rodillas en el suelo de la terraza hasta que caigo de bruces. Al recuperar la consciencia estoy en el suelo, el frio en mi sien me reconforta, aún aturdido y con gran esfuerzo logro recuperar la verticalidad.

Vuelvo a buscarla, observo que la luz sigue encendida y la ventana cerrada, pero ahí sigue como cada noche, fumando un cigarrillo mi desconocida amiga insomne.

Casa Padua.

Susana nació hace más de 50 años en la almadraba, pasó su niñez entre barcos de pesca y redes. Poco más de metro sesenta, morena y de pelo rizado, un pequeño lunar en la barbilla, grandes manos curtidas y con su eterna sonrisa es archiconocida en el lugar, forma parte de él como una pieza de museo. Su vestimenta es clásica, unos vaqueros gastados y una blusa turquesa que no complementan con sus sandalias de esparto. Unas enormes gafas de “culo de vaso” y un bastón de madera le ayudan a mantenerse erguida y mitigar los efectos que la polio le provocó años atrás.

Rodeada de idílicas playas y acantilados esculpidos se encuentra la casa de la playa, como la denomina Susana. Es una aldea marinera, de color blanco ocre, zócalo azul y tres imponentes ventanas de madera enmohecida debido a la humedad, que le confieren esa personalidad. Una pequeña puerta, también de color azul, conforman la totalidad de la fachada y dividen la vivienda en dos zonas asimétricas, unas losas encastradas en la pared la presentan como Casa Padua.

—Señor, paso a enseñarle la estancia—, comenta Susana.

Al entrar lo primero que me llamó la atención fue el penetrante olor a sal, que junto al sonido de las olas, vuelve a recordarme el lugar en el que me encuentro. La composición del lugar se establece de la siguiente forma: El pasillo tiene unos cinco metros y un sólo cuadro, donde posan sonrientes un hombre y una niña, subidos en un barco y adornado por una maravillosa puesta de sol. A la derecha una de las puertas nos lleva a una pequeña habitación, con una cama de forja y un pequeño armario, en la cama no hay colchón, al abrir la puerta del armario encuentro otro cuadro semejante al del pasillo. La poca luz natural y la escasa ventilación provoca la proliferación de moho en las juntas de las paredes.

Al fondo del pasillo se encuentra el único cuarto de baño de la vivienda, un vater de mármol blanco y una pequeña bañera oxidada, es todo lo que se puede ver. Hay una pequeña ventana de madera que da a la parte trasera de la vivienda.

A la izquierda, un pequeño salón-comedor con un sofá cama, al fondo un pasa platos que limita la cocina, con pocos muebles y sin electrodomésticos, sólo una mesa de madera con dos sillas perfectamente alienadas, sendas ventanas exteriores y una puerta que nos da paso a un patio interior. El patio está descuidado, pero tiene restos de lo que en épocas pasadas pudo ser zona de ocio y descanso. Me agacho y cojo un puñado de tierra árida que se me desintegra en las manos, sueño despierto como sería ese lugar.

En el centro del patio hay una fuente de piedra y granito, es la única parte de la casa que ha sobrevivido intacta el paso de los años. Se trata de una columna de piedra, con dos círculos concéntricos y a distinto nivel, la parte de arriba termina en lo que parece ser una flor de loto. Sobre ella, infinidad de hojas secas que suenan incansablemente cuando las azota el viento, que en esta zona es muy habitual.

—Si lo que busca es tranquilidad y una casa cerca del mar, está en el lugar apropiado—, comenta Susana con lágrimas en los ojos.

Sueños cumplidos.

Marta y Diego ya se conocían incluso antes de nacer, sus padres eran vecinos en una de esas calles sin asfaltar donde las puertas siempre estaban abiertas. Nacieron con sólo dos días de diferencia, iban al mismo cole, compartían confidencias y sueños, fue una infancia feliz. Ya en la adolescencia, él le contaba que quería ser médico mientras ella soñaba con ser escritora.

Pero sus vidas darían un giro inesperado.

Diego conducía su motocicleta cuando, en un cruce de caminos, un coche les arrolló. El resultado fue dramático, mientras Diego resultaba ileso, Marta se debatía entre la vida y la muerte. Los doctores decían que sólo un milagro la mantenía con vida, dudaban de que volviera a andar, las lesiones en el cerebro eran importantes y la médula estaba muy dañada. Diego acudía todos los días al hospital, se sentaba a los pies de la cama y leía en voz bajita, observando sus gestos buscaba indicios, reacciones… en aquel momento su único sueño era verla sonreír.

Así pasaron las semanas hasta que un día salió del estado de coma en el que se encontraba, sorprendían su fuerza y ganas de vivir. Poco después, Diego se incorporó al servicio militar, embarcó en Barcelona y estuvo varios años sin volver a casa. Solía escribirle cartas y postales de los sitios que visitaba, le decía lo mucho que la echaba de menos y que pronto volverían a verse. Con gran vacío, imaginaba a Marta leyendo las cartas en voz alta, esbozando una media sonrisa. A su vuelta, la encontró muy cambiada. Aunque hablaba con dificultad, había recuperado parte de su capacidad motora y su cerebro empezaba a despertar. Aún seguía postrada en silla de ruedas, hecho que la acompañó hasta el final de sus días. Poco después, Marta cumpliría su sueño de ser escritora, publicaba su primera novela, “Sueños cumplidos”.

Diego no consiguió ser médico, pero también cumplió su sueño, volver a verla sonreír.

Enlazados

Aquel día me levanté con el convencimiento de que sería inolvidable, bien entrada la tarde estaba todo preparado. Era un ir y venir de personal ataviado con bata verde y mascarilla, yo me disfracé según las indicaciones y me alineé con la camilla. Ya en la sala, sostuve las tijeras entre mis manos, eran frías y sentí su contacto con mi piel sudada, eso me alivió. Busqué a Alicia que, con un gesto de aprobación, me indicó que había llegado el momento, apuntó al sitio exacto y susurró:

–Ya puedes cortar, justo por aquí.

No lloraba y eso me incomodó, pero me autoconvencí de que si ellos no se ponían nerviosos yo no tendría motivo para estarlo. Aproximé las tijeras al sitio señalado, no oí nada ni a nadie, en la sala se respiraba un aroma dulce, indescriptible. Clavé mis ojos en el punto dónde debía cortar, era de un color blanco azulado, en forma de espiral, aún latía. Afiné mis sentidos y esperé indicaciones. Justo en el momento preciso cerré las tijeras, la única oposición encontrada fue su propia textura gelatinosa, era elástico y me obligó a intentarlo por segunda vez. Pronto oí el sonido de las cuchillas al chocar entre sí, fue la confirmación de que ya podía respirar por sí mismo, lloraba.

El test de Apgar indicó que se encontraba en un estado excelente.

La chispa adecuada

Mil voces resuenan en mi cabeza, hasta el momento habían estado dormidas, se despiertan con hambre atrasada y comienzan a traerme una buena oleada de preguntas existenciales. Oigo una y otra vez aquellas preguntas que me perforaban el subconsciente, ¿podría haber hecho algo más? ¿podría haberles salvado la vida? Por más que lo intento, sólo aperecen otras, con amargura y desesperación, pienso en las respuestas. Son imágenes recurrentes, flashes que se agolpan en mi cabeza, gritos que me martillean hasta enloquecer. Aquel día me ha perseguido durante demasiados años, no lo soporto más, es mi única pesadilla y nunca hubo sitio para más.Me siento en los pies de la cama, y mirando al suelo vuelvo a recrearlo.

 “Mis amigos y yo solíamos reunirnos en una cueva, algo alejada del barrio, donde charlábamos, flirteábamos con chicas, bebíamos y escuchábamos música.Éramos una familia, jóvenes adolescentes, rebeldes buscando vías de escape.

Siempre me fascinó el fuego, soñaba algún día con hacerme bombero, la profesión de mi padre, era costumbre llevar un mechero, ya que no podía permitirme perder una cita con una chica sólo por no tener fuego que ofrecerle.Jugaba a prender papeles y lanzarlos al aire, pedir un deseo antes de que se apagara, pero algo salió mal.Un papel incandescente cayó al viejo sofá que hacía las funciones de cama improvisada, y empezó a arder.

El fuego se avivó rápidamente, una nube de humo invadió el lugar, el desconcierto era máximo y no hubo capacidad de reacción, Alex gritaba:

— Fuego, hay mucho humo,¡ayuda!

Ya presos del pánico intentamos apagarlo, arrojamos el contenido de una botella de agua al sofá, pero la llama ya había comenzado su habitual danza, fue el prefacio de lo que ocurriría minutos más tarde.Algunos salimos de forma apresurada, en un abrir y cerrar de ojos la cueva se convirtió en el mismísimo infierno, vimos una intensa luz, el crepitar de las llamas, un intenso olor a madera resinosa, su lento y continuo avance.

Otros no pudieron salir…”

Salto de la cama y me pongo la misma ropa que días atrás, hoy es jueves y desde el lunes no veo el sol, tomo un vaso de agua y me asomo a la ventana, busco un lugar desde donde poder contemplar los primeros rayos de luz. Cerrando los ojos siento como el aire fresco roza mi piel, oigo el trinar de los pájaros y el sonido de las hojas, no es usual, pero hay un extraño olor a azufre. Se me caen las lágrimas que recojo en la comisura de mi boca, temo que el contacto con el suelo me saque del trance en el que me encuentro inmerso. Yo ya no tengo alma, soy un cuerpo vacío deambulando sobre la tierra.

Hace tiempo que en mi mente comenzó a planearse la idea de abandonar este mundo, y veo en el suicidio una manera de conseguir mi objetivo. Es un acto premeditado y sólo el destino sabe cuál es el mejor momento, mi miedo me hace desistir de cada intento, pero necesito estar en paz, y sólo había una forma de conseguirlo. Tomo el pasillo en dirección a la cocina y me acerco a la caldera de butano.

En los ojos de Pixel veo reflejados algunos pasajes de mi vida, no tengo miedo a la muerte, pero quiero darle a ese momento algo de solemnidad.

Se oye un click que anuncia la apertura del gas, en pocos minutos la estancia se vuelve territorio hostil, en un ambiente irrespirable lucho por no desmayarme, es un lujo que no me puedo permitir.De nuevo cojo un papel y mi viejo mechero, lo prendo y grito al cielo el deseo que tantas veces había implorado.

El fuego, esa reacción química que tanta fascinación provoca en mí, se refleja en mis pupilas. Mi vida pasa delante de mis ojos, puedo recordar hasta el más mínimo detalle, justo hasta el día en que todo acabó, cuando dejé de existir, cuando empecé a morir lentamente. Mi corazón late a marcha forzada, después de sentir sus rápidos latidos, una explosión. Comienzo a sentir su lento bum, mis manos pierden fuerza y ganan calor, mis piernas ya no pueden sostenerme en pie, llega un momento en que ya ni mis ojos tenían la fuerza para abrirse o cerrarse.No hubo cartas de despedida, todo acaba como empezó aquella tarde, en un abrir y cerrar de ojos.

Y por fin llegó el final que tanto busqué, ahora me encontraría con ellos.